lunes, 17 de marzo de 2014

Nuestro monólogo *Antes del Desayuno*

Por Carlos Mario Pineda Echavarría.
Docente Universitario.



            El teatro tiene muchas variables que a la hora de aproximarse a una obra deberían tomarse en cuenta. Como pasa con el cine, quedarse solo en lo que dice el argumento es reducir una forma expresiva a su más mínima posibilidad de apreciación, interpretación y comentario. En el cine se deben tener en cuenta todos los elementos: fotografía (que incluye muchas variables), puntos de vista y movimientos de la cámara, tipo de plano, composición del encuadre, la música, los diálogos, los ruidos, el tipo de actuación, el vestuario, la puesta en escena…
            Hay un aspecto adicional que no es obligatorio pero cuando aparece puede enriquecer –si se consigue emplear de la mejor manera- la obra y la relación con el espectador. Ese aspecto es el concepto. Sí, aunque puede no ser evidente para un espectador regular, cuando otro espectador con más agudeza asiste a una obra con concepto–de hecho se emplea para todo: la música, el cine, la literatura, la pintura, la danza- en cierta medida, la obra se le ofrece de una manera más diáfana.
            Descubrir el concepto en un trabajo cuyo eje es ese elemento hace que la lectura de toda la obra quede cobijada bajo un mismo aspecto. Usar el concepto no es garantía de que a obra tenga la fuerza, la calidad, el nivel de elaboración adecuada para ser exhibida y bien recibida, pero sí genera una buena posibilidad para entender mejor lo que se pone en escena.
            En Antes del desayuno, versión libre de la obra de Eugene O´Neill el espectador se lleva a una sorpresa puesto que parte del concepto que puede percibir está asociado a la simultaneidad del tiempo que tiene dos momentos: presente y pasado, y detrás de esa simultaneidad se pegan el vestuario, la escenografía, la utilería, la iluminación, la actuación y la música.
            La música más sobresaliente es una canción de blues que es emitida por un radio, como parte del universo del –ausente- personaje masculino. Esa canción queda asociada a la habitación que el espectador no ve pero sabe que está allí debido a la entrada y salida del personaje principal. Con esa canción también se dan pistas del momento histórico en el cual está transcurriendo la acción y, hasta podría aseverarse que ubica geográficamente.
            En la iluminación no hay cambios muy drásticos porque la intención es ambientar algo un poco naturalista en la luz, sin crear mucha atmosfera, aunque el tipo de iluminación que se decidió la crea de todos modos. El cambio de un tiempo a otro por medio de transiciones de luz (presencia-ausencia) facilita el paso de un tiempo a otro. Para ello, el ritmo es esencial. Eso está muy bien logrado porque la ausencia física de la actriz no es ausencia de actuación. Su voz fuerte, con textos claros mantienen la atención mientras hace los cambios de vestuario.
            En ese cambio de tiempo, lo más evidente son la escenografía, la utilería, el vestuario y la actuación. La escenografía trabajada como un espejo que no refleja perfectamente permite ver la habitación con las transformaciones del tiempo: una pared, un cuadro, la presencia de la huella de la llama de gas en la pared…que se afirma con los elementos de utilería: platos y pocillos, matero con las plantas secas o vivas, colillas que están o han desaparecido, una carta, botellas, zapatos…la conjunción de escenografía y utilería dan cuenta de la transformación que ejerce el tiempo en las cosas y de paso, en las personas y las situaciones, en las emociones y los estados de ánimo.
            El vestuario se debe mirar en conjunto con la actuación. El pasado es presentado con un cuerpo abatido, abotagado y aletargado por el alcohol, el hastío, el dolor, la desesperanza, la ira…el vestuario aparece portado con descuido, casi con desgano. Se queda a medio poner y da cuenta de la condición emocional y física del personaje. En el presente, de hecho, el personaje con un vestuario más cuidado parece más joven. No más alegre, incluso tampoco parece resignado pero sí, con la aceptación de los hechos. Con una suerte de convicción de lo inevitable. El trabajo corporal y la voz cambian: el pasado tiene un cuerpo cansado, de hombros gachos, con un andar medio errático debido a la embriaguez y a la rabia; el presente tiene cierto porte de aceptación de lo que ya pasó. El contraste de un tiempo y otro es muy claro en la actuación: una voz más diáfana y sin titubeos para el presente, una voz con lentitud y frases cortadas para el pasado.
            Aunque no es fácil de seguir, el tiempo de la obra va quedando visible a medida que avanza. La apuesta de poner ambos tiempos en escena simultáneamente (al menos en la escenografía) es arriesgada pero el trabajo en conjunto sale bien y un buen espectador puede tener la tranquilidad de saber que, si alcanza a desentrañar esa presencia simultánea de tiempos, la obra le recompensa su ejercicio.
17 Marzo - 2014

domingo, 19 de enero de 2014

VOLVER A LA PALABRA, VOLVER AL CUERPO.

La tendencia es que frente a una gran expresión se pierda vivencia interior. Cuando sube el nivel de metáfora en lo conceptual surgen nuevos riesgos en los signos. Aquello que el personaje tiene que expresar y que no está sujeto a las fórmulas expresivas de lo cotidiano.
Lo lingüístico marca un territorio de dificultad y condiciona una metodología de investigación.

Personajes cuyo discurso en nada se asemeja al de la vida cotidiana se ven sometidos a la necesidad de asumir una conducta física cotidiana como si la relación entre cuerpo y palabra no existiera.

Quiero decir que Shakespeare se defiende con otras armas que las de Chejov. Si negamos esta diferencia, negamos la singularidad del autor, y lo que es más, negamos esa otra opción formal de algo que hay que descubrir ensayando y que de antemano y antes de trabajar, no tenemos.

Se instala como paradigma un horizonte cercano pero horizonte al fin, de rupturas. Algo que no es copia ni reflejo y sin embargo no nos aleja de la condición humana en el ámbito de los contenidos aunque me obliga a investigar la forma en que se expresa.

Una ruptura que no es gratuita ni basada en sofisticar la conducta. El riesgo de la propuesta es suponer que todo vale. No es así.

Sabemos que la expresión no es realista aunque desconocemos la forma que adoptara la expresión que debemos obtener. Se rompe con lo realista y en muchas cosas la primera configuración debe ser realista para poder romper eso que se ha constituido. El primer edificio que hay que derrumbar para poder usar el material de derribo.

La ruptura en definitiva es gradual y que culmina siendo una metáfora alrededor de lo que inicialmente construimos. Nos otorgamos permisos en nombre de la expresión, de la teatralidad, de los signos externos. Sin embargo no son autorizaciones gratuitas para permitir grandilocuencia y pirotecnia vacía. El sentido de la verdad precede la tarea. Comprendemos los excesos cada vez con más precisión y los riesgos que asumimos son equilibrados.

¿Cuál es el momento adecuado para asumir una escena de estilo? Si de una intervención pedagógica hablamos detectar cuando el proceso impone algo es inherente a la responsabilidad de quien enseña. Si de un montaje se trata la búsqueda de una respuesta formal precederá cualquier investigación. Esa será la batalla de quien dirige. No someterse a un conocimiento previo al que le deben brindar los ensayos.

Ni un alumno en formación ni un actor ensayando quiere renunciar al equilibrio entre lo vivencial y lo formal. En todo caso el viejo litigio alrededor del sentido de la verdad precede y procede. Organiza y manda. También nos exige un procedimiento adecuado para no temer que en algún momento del proceso el exceso expresivo sea tan temido que impida la búsqueda.

Ese procedimiento debe incluir la fuerza con la que nos oponemos a que todo lo que a priori nos amenaza desde Shakespeare podamos convertirlo en un recurso técnico.

Una técnica para conocer que conduce a la expresión y no un conocimiento excesivo a priori que paraliza el conocimiento que debe estar basado en una práctica que va abriendo y consolidando caminos, tanto en los contenidos como en las formas.

Jorge Eines.


Tomado de: http://blog.jorge-eines.com/2014/01/06/el-actor-sabe/

lunes, 18 de marzo de 2013

ARTE



ARTE*

por

George Bernard Shaw  

(1856 –1950)




En el plano más alto de la representación teatral no se actúa, se es.

En escena, toda repetición es fatal. El autor cree que el verdadero nervio de la obra es la repetición; pero no sabe que toda repetición debe ser una variación y una sorpresa.

Hay una enfermedad que con el transcurso de los años acaba por afectar tanto a los hombres como a las obras teatrales. En los hombres se llama chochear; en las obras teatrales, quedar anticuadas. Cuanto más de actualidad sea la obra, más anticuada queda.

He señalado una y otra vez que el teatro va adquiriendo en Inglaterra tal influencia que la conducta privada, la religión, la ley, la ciencia, la política y la moral se van se van volviendo cada vez más teatrales mientras el teatro sigue impermeable al sentido común, a la religión, a la ciencia, a la política y a la moral. Por eso es por lo que lucho contra el teatro, no con folletos, sermones y tratados, sino con obras; y veo que el método dramático es tan eficaz que no tengo duda de que al fin persuadiré hasta a Londres para que lleve su conciencia y su sesera consigo cuando va al teatro, en vez de dejárselos en casa con el libro de oraciones, como hace ahora.

Las personas que sacrifican todas las demás consideraciones al amor, son en el escenario, tan poco heroicas como los dementes o los borrachos.

El alfa y el omega del estilo es la efectividad de la afirmación. Quien no tiene nada que aseverar no tiene estilo ni puede tenerlo; quien tiene algo que aseverar irá en el vigor del estilo hasta donde se lo permitan su importancia y su convicción. Aunque se refute la aserción después, el estilo quedará. Todas las aserciones se refutan tarde o temprano, y por eso nos encontramos con el mundo lleno de magníficos fósiles artísticos, privados ya de la credulidad  que inspiraban automáticamente, pero con una forma todavía espléndida.

Ramsden cree en las bellas artes con la seriedad del hombre que no entiende de ellas.

En realidad un autor muy conocido es una positiva desventaja, ya que todos los dramaturgos ingleses están rancios antes de haber alcanzado la notoriedad.

Cuando se escribe sobre gente que vive hay que ser muy prudente, pues aunque el vituperio más violento goza del privilegio de que sea considerado como un “vulgar insulto”, una observación muy suave y bien intencionada puede traer la implicación, legal o comercial, de que es difamatoria.

La crítica no es sólo una medicina saludable; tiene un positivo atractivo popular en su crueldad, en lo que tiene de gladiadora, en la satisfacción que la envidia encuentra en sus ataques a los grandes y que el entusiasmo encuentra en sus elogios.

Sin duda, todas las obras que tratan sinceramente de la humanidad deben herir la monstruosa vanidad que la ficción romántica se ocupa en halagar.

Afirmo que el verdadero secreto del cinismo y de la falta de humanidad de que me acusan los críticos más superficiales está en el comportamiento inesperado de mis personajes en cuanto seres humanos, en vez de adaptarse a la romántica lógica de la escena.

Prohibir la representación de una obra es proteger el mal que revela y, teniendo eso en cuenta, no veo ninguna razón para suponer que los que abogan por la prohibición son unos moralistas desinteresados.

Un actor, un pintor, un compositor, un escritor podrá ser todo lo egoísta que quiera, sin que se lo reproche el público, con tal que su arte sea magnífico.

Uno puede encontrar obscenidad en cualquier libro, con excepción de la guía telefónica.

*SHAW, George Bernard. Ironías y Verdades, Argentina, longseller. 2001.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Prólogo de Jorge Volpi a la novela “PEDRO PÁRAMO” de Juan Rulfo.




“Si el hombre es polvo,
esos que andan por el llano son hombres.”
Octavio Paz.


Tantas veces se ha repetido que Pedro Páramo es la mejor novela mexicana del siglo xx que con ello se olvida que es, simplemente, una de las mejores novelas del siglo pasado. Diversos mitos han dificultado un reconocimiento aún mayor de su importancia: en primer lugar, ha tenido que lidiar con la fama de ser la novela mexicana «por excelencia», dejando a un lado su modernidad y su vigor universal; en segundo, ha debido soportar el desprecio de algunos críticos - incluido un célebre jurado del premio Nobel- ante su escaso centenar y medio de páginas, cuando en ellas se cifra un universo literario completo. Por si no fuera suficiente, las lecturas meramente antropológicas o realistas de su estilo han ocultado la extraordinaria invención lingüística que su autor logró en ella, e incluso su rápida celebridad ha tenido que eludir los rumores maldicientes, sobre todo en el medio mexicano, que despreciaron el talento de Rulfo aduciendo que él nunca imaginó el resultado final del libro, reconstruido por las manos de amigos, consejeros y correctores que todavía hoy se disputan su paternidad. Son tan numerosos los lugares comunes que la crítica ha esparcido, que resulta casi imposible desprenderse de ellos. Aun así, quizás convenga eludir por un momento el caudal de tesis, artículos, reseñas y notas escritas en torno a él, para recuperar el asombro que produjo tras su aparición en 1955 y que se repite cada vez que un lector desprejuiciado se adentra en sus páginas.
Si el título original escogido por Rulfo para esta obra era Los Murmullos -más sobrio pero menos contundente que Pedro Páramo-, es necesario evitar que esos murmullos asesinen también a quien inicia el viaje hacia ese limbo que es Comala.
La célebre línea con que inicia la novela -«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo»- posee la fuerza profética de las obras maestras. En efecto, Juan Preciado, el narrador de la novela, no dice « fui», sino «vine»: se dirige a nosotros desde las profundidades de Comala. Todas las palabras que estamos a punto de escuchar, más que de leer, provienen, pues, de los labios de un muerto. A Juan Preciado le parece que las voces de los difuntos que va encontrando a su paso son como rumores y murmullos, pero cuando él nos los comunica ya ha pasado a formar parte de la nómina de fantasmas que lo rodean. Empeñado en rastrear la verdad, Juan Preciado pagará su osadía con su única herencia, la vida. Justo a la mitad de la novela, tras haber conocido a Eduviges, la vieja amiga de su madre, y haber empezado a escuchar las voces de los antiguos habitantes del pueblo, Juan aceptará su nueva condición: «Es cierto, Dorotea -confesará-, me mataron los murmullos».
Al caer en la cuenta de esta verdad de ultratumba, es como si una repentina amenaza cayera sobre nosotros: al igual que Juan Preciado, de pronto comenzamos a escuchar voces, lamentos, fragmentos de canciones -«Mi novia me dio un pañuelo, con orillas de llorar»-, ecos
de batallas y amoríos, mensajes y advertencias que surgen de la nada, aturdiendo nuestros oídos y señalándonos la proximidad de nuestra propia extinción. Como nuestro guía, nosotros también empezamos a creer que las almas de los difuntos están ahí, a nuestro lado, hablando con nosotros. De este modo, con su sacrificio, el hijo de Doloritas y Pedro Páramo, nos abre las puertas de Comala para que podamos atisbar, durante unos minutos, esa vasta e incognoscible porción de la tierra a medio camino entre la vida y la muerte. Sólo entonces, cuando ya nos hemos integrado con Juan Preciado en los confines de la muerte, podemos presenciar la historia de su padre, el cacique Pedro Páramo, sus excentricidades y muestras de genio, su íntima tortura y su desprecio por los otros, así como su rabiosa tristeza ocasionada por la prematura muerte de su hijo Miguel y, sobre todo, por el deceso de la única mujer que amó verdaderamente, Susana San Juan, una especie de loca o visionaria, de esas inocentes portadoras de la desgracia cuya estirpe se remonta a Helena y que atraviesa toda la historia de la literatura hasta llegar a los personajes dementes y luminosos de Faulkner. Y, con ella, aparecerá toda la nómina de personajes rulfianos -tan reales y misteriosos como sus nombres-, dispuestos a conducirnos por su infausto cautiverio. Porque Comala, a diferencia de lo que muchos afirman, nada tiene que ver con la Comala real -un pueblecito de casas blanquísimas en el estado de Colima-, pero tampoco con el infierno. La Comala de Rulfo -él dice haber elegido el nombre por la referencia al «comal» en el que se calientan las tortillas y, por tanto, a su cercanía al fuego- no es una metáfora del inframundo o del Hades; se trata, por el contrario, de algo peor: un sitio intermedio, una orilla, una especie de trampa en la que algunas almas continúan penando, incapaces de encontrar consuelo o, de menos, la certidumbre del castigo eterno. Como su cacique, Comala es un terreno baldío -no está de más señalar que la primera traducción de The Waste Land de Eliot publicada en México, y que Rulfo seguramente leyó, se titulaba justamente El Páramo-, una zona en la que ya nada puede crecer, en la cual los vivos tampoco son admitidos (de ahí la necesaria muerte de Juan Preciado), y de la cual tampoco es posible escapar.
En realidad, en Comala no hay nadie, como se repite mucha.; veces a lo largo de la novela, sólo fragmentos de seres vivos, lamentos y aullidos, retazos y piezas sueltas de sus antiguos moradores: de ahí que la poética elegida por Rulfo para describirla sea la de la precariedad. No sólo el estilo trata de acercarse una y otra vez al silencio, no sólo las frases cortas y desnudas son de un arcaísmo que nos remonta a los orígenes y, por tanto, a la nada, sino que incluso el tiempo dislocado y la brevedad de los parágrafos son otras tantas metáforas de la dolorosa cortedad de la vida y de la permanente amenaza del fin. Al leer Pedro Páramo por primera vez, es como si un vendaval -el viento de la muerte- hubiese arrancado páginas y episodios a un libro mucho mayor: para recuperar el sentido de la historia, el lector debe realizar un ingente esfuerzo para recolocar las partes, para rearmar las historias particulares, para completar las vidas truncas de todos esos muertos. Igual que Juan Preciado, al reconstruir Comala y sus abismos, el lector les infunde nueva vida por un momento; así se torna capaz de dialogar con calaveras y huesos, de volver a escuchar sus palabras, de tener la momentánea ilusión de que la muerte puede ser vencida o, al menos, detenida. Por desgracia, al final no obtendremos más que la confirmación del ciclo: una vez rota la ilusión, terminamos por enterarnos una vez más de la muerte de Pedro Páramo o, todavía peor, volveremos a matarlo con nuestra lectura, con nuestros inútiles balbuceos, con nuestros murmullos. La coincidencia con Muerte sin fin, de José Gorostiza, acaso el mayor poema largo del siglo XX mexicano, no hace sino confirmar la profundidad de esta convicción y este desánimo. Al final, incluso el invencible cacique, dominado por el rencor y la tristeza, no puede evitar desmoronarse «como si fuera un montón de piedras». Aunque la obsesión mexicana por la muerte -su necesaria burla ante esta convicción inevitable- permea cada página de Pedro Páramo, lo cierto es que la historia que se cuenta podía haber ocurrido en cualquier otro lugar. A pesar de la fidelidad de Rulfo al lenguaje de los Altos de Jalisco, o a la recreación de la historia completa de un pueblo mexicano durante la época revolucionaria, Comala podría estar en cualquier parte justamente porque no está en ninguna. Su aridez y su soledad son universales. Desde luego, nadie más que un mexicano podría haberla escrito -nadie más que Juan Rulfo-, pero su mexicanidad no radica en el folklore ni en el lenguaje, sino en su doble pertenencia a una doble tradición, local y universal, al mismo tiempo. Pedro Páramo es una respuesta evidente y aún más: una liquidación y una puerta abierta- a la novela de la Revolución mexicana, de Azuela a Guzmán, y a la novela cristera, pero también representa un diálogo igualmente fructífero con Kafka, Hamsun o Faulkner. Y, por encima de ello, la propia novela no se plantea esta cuestión: todo aquel que se atreve a leerla, como todo aquel que decide adentrarse en Comala, no sale indemne de la experiencia. Tras haberla leído, tras haberla escuchado, ahora nosotros también estamos contaminados con la muerte y ello, acaso, nos otorga una nueva vida.


*Jorge Luis Volpi Escalante (Ciudad de México, 10 de julio de 1968)