“Si
el hombre es polvo,
esos
que andan por el llano son hombres.”
Octavio Paz.
Tantas veces se ha
repetido que Pedro Páramo es la mejor
novela mexicana del siglo xx que con ello se olvida que es, simplemente, una de
las mejores novelas del siglo pasado. Diversos mitos han dificultado un
reconocimiento aún mayor de su importancia: en primer lugar, ha tenido que
lidiar con la fama de ser la novela mexicana «por excelencia», dejando a un
lado su modernidad y su vigor universal; en segundo, ha debido soportar el
desprecio de algunos críticos - incluido un célebre jurado del premio Nobel-
ante su escaso centenar y medio de páginas, cuando en ellas se cifra un
universo literario completo. Por si no fuera suficiente, las lecturas meramente
antropológicas o realistas de su estilo han ocultado la extraordinaria
invención lingüística que su autor logró en ella, e incluso su rápida celebridad
ha tenido que eludir los rumores maldicientes, sobre todo en el medio mexicano,
que despreciaron el talento de Rulfo aduciendo que él nunca imaginó el
resultado final del libro, reconstruido por las manos de amigos, consejeros y
correctores que todavía hoy se disputan su paternidad. Son tan numerosos los
lugares comunes que la crítica ha esparcido, que resulta casi imposible
desprenderse de ellos. Aun así, quizás convenga eludir por un momento el caudal
de tesis, artículos, reseñas y notas escritas en torno a él, para recuperar el
asombro que produjo tras su aparición en 1955 y que se repite cada vez que un
lector desprejuiciado se adentra en sus páginas.
Si el título original escogido por Rulfo
para esta obra era Los Murmullos -más
sobrio pero menos contundente que Pedro Páramo-,
es necesario evitar que esos murmullos asesinen también a quien inicia el viaje
hacia ese limbo que es Comala.
La célebre línea con que inicia la novela
-«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo»-
posee la fuerza profética de las obras maestras. En efecto, Juan Preciado, el
narrador de la novela, no dice « fui», sino «vine»: se dirige a nosotros desde las
profundidades de Comala. Todas las palabras que estamos a punto de escuchar,
más que de leer, provienen, pues, de los labios de un muerto. A Juan Preciado
le parece que las voces de los difuntos que va encontrando a su paso son como
rumores y murmullos, pero cuando él nos los comunica ya ha pasado a formar
parte de la nómina de fantasmas que lo rodean. Empeñado en rastrear la verdad,
Juan Preciado pagará su osadía con su única herencia, la vida. Justo a la mitad
de la novela, tras haber conocido a Eduviges, la vieja amiga de su madre, y
haber empezado a escuchar las voces de los antiguos habitantes del pueblo, Juan
aceptará su nueva condición: «Es cierto, Dorotea -confesará-, me mataron los murmullos».
Al caer en la cuenta de esta verdad de
ultratumba, es como si una repentina amenaza cayera sobre nosotros: al igual
que Juan Preciado, de pronto comenzamos a escuchar voces, lamentos, fragmentos
de canciones -«Mi novia me dio un pañuelo, con orillas de llorar»-, ecos
de batallas y amoríos, mensajes y
advertencias que surgen de la nada, aturdiendo nuestros oídos y señalándonos la
proximidad de nuestra propia extinción. Como nuestro guía, nosotros también
empezamos a creer que las almas de los difuntos están ahí, a nuestro lado,
hablando con nosotros. De este modo, con su sacrificio, el hijo de Doloritas y Pedro
Páramo, nos abre las puertas de Comala para que podamos atisbar, durante unos minutos,
esa vasta e incognoscible porción de la tierra a medio camino entre la vida y
la muerte. Sólo entonces, cuando ya nos hemos integrado con Juan Preciado en
los confines de la muerte, podemos presenciar la historia de su padre, el
cacique Pedro Páramo, sus excentricidades y muestras de genio, su íntima
tortura y su desprecio por los otros, así como su rabiosa tristeza ocasionada
por la prematura muerte de su hijo Miguel y, sobre todo, por el deceso de la
única mujer que amó verdaderamente, Susana San Juan, una especie de loca o
visionaria, de esas inocentes portadoras de la desgracia cuya estirpe se remonta
a Helena y que atraviesa toda la historia de la literatura hasta llegar a los personajes
dementes y luminosos de Faulkner. Y, con ella, aparecerá toda la nómina de personajes
rulfianos -tan reales y misteriosos como sus nombres-, dispuestos a conducirnos
por su infausto cautiverio. Porque Comala, a diferencia de lo que muchos
afirman, nada tiene que ver con la Comala real -un pueblecito de casas blanquísimas
en el estado de Colima-, pero tampoco con el infierno. La Comala de Rulfo -él
dice haber elegido el nombre por la referencia al «comal» en el que se
calientan las tortillas y, por tanto, a su cercanía al fuego- no es una
metáfora del inframundo o del Hades; se trata, por el contrario, de algo peor:
un sitio intermedio, una orilla, una especie de trampa en la que algunas almas
continúan penando, incapaces de encontrar consuelo o, de menos, la certidumbre
del castigo eterno. Como su cacique, Comala es un terreno baldío -no está de
más señalar que la primera traducción de The
Waste Land de Eliot publicada en México, y que Rulfo seguramente leyó, se
titulaba justamente El Páramo-, una
zona en la que ya nada puede crecer, en la cual los vivos tampoco son admitidos
(de ahí la necesaria muerte de Juan Preciado), y de la cual tampoco es posible escapar.
En realidad, en Comala no hay nadie, como
se repite mucha.; veces a lo largo de la novela, sólo fragmentos de seres
vivos, lamentos y aullidos, retazos y piezas sueltas de sus antiguos moradores:
de ahí que la poética elegida por Rulfo para describirla sea la de la precariedad.
No sólo el estilo trata de acercarse una y otra vez al silencio, no sólo las
frases cortas y desnudas son de un arcaísmo que nos remonta a los orígenes y,
por tanto, a la nada, sino que incluso el tiempo dislocado y la brevedad de los
parágrafos son otras tantas metáforas de la dolorosa cortedad de la vida y de
la permanente amenaza del fin. Al leer Pedro
Páramo por primera vez, es como si un vendaval -el viento de la muerte-
hubiese arrancado páginas y episodios a un libro mucho mayor: para recuperar el
sentido de la historia, el lector debe realizar un ingente esfuerzo para
recolocar las partes, para rearmar las historias particulares, para completar
las vidas truncas de todos esos muertos. Igual que Juan Preciado, al
reconstruir Comala y sus abismos, el lector les infunde nueva vida por un
momento; así se torna capaz de dialogar con calaveras y huesos, de volver a escuchar
sus palabras, de tener la momentánea ilusión de que la muerte puede ser vencida
o, al menos, detenida. Por desgracia, al final no obtendremos más que la
confirmación del ciclo: una vez rota la ilusión, terminamos por enterarnos una
vez más de la muerte de Pedro Páramo o, todavía peor, volveremos a matarlo con
nuestra lectura, con nuestros inútiles balbuceos, con nuestros murmullos. La
coincidencia con Muerte sin fin, de
José Gorostiza, acaso el mayor poema largo del siglo XX mexicano, no hace sino
confirmar la profundidad de esta convicción y este desánimo. Al final, incluso
el invencible cacique, dominado por el rencor y la tristeza, no puede evitar
desmoronarse «como si fuera un montón de piedras». Aunque la obsesión mexicana
por la muerte -su necesaria burla ante esta convicción inevitable- permea cada
página de Pedro Páramo, lo cierto es
que la historia que se cuenta podía haber ocurrido en cualquier otro lugar. A
pesar de la fidelidad de Rulfo al lenguaje de los Altos de Jalisco, o a la
recreación de la historia completa de un pueblo mexicano durante la época
revolucionaria, Comala podría estar en cualquier parte justamente porque no
está en ninguna. Su aridez y su soledad son universales. Desde luego, nadie más
que un mexicano podría haberla escrito -nadie más que Juan Rulfo-, pero su
mexicanidad no radica en el folklore ni en el lenguaje, sino en su doble
pertenencia a una doble tradición, local y universal, al mismo tiempo. Pedro Páramo es una respuesta evidente y
aún más: una liquidación y una puerta abierta- a la novela de la Revolución
mexicana, de Azuela a Guzmán, y a la novela cristera, pero también representa
un diálogo igualmente fructífero con Kafka, Hamsun o Faulkner. Y, por encima de
ello, la propia novela no se plantea esta cuestión: todo aquel que se atreve a
leerla, como todo aquel que decide adentrarse en Comala, no sale indemne de la
experiencia. Tras haberla leído, tras haberla escuchado, ahora nosotros también
estamos contaminados con la muerte y ello, acaso, nos otorga una nueva vida.
*Jorge Luis Volpi Escalante (Ciudad de México,
10 de julio de 1968)
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