“LULITA” DESDE RILKE Y BRUCE WILLIS
Por
José Ricardo Alzate*
Antes de ver “Lulita”, la nueva obra de
Fractal Teatro basada en el cuento de Andrés Caicedo, ya tenía creada cierta
expectativa. Varias personas me habían preguntado si la había visto y por esa rara
costumbre que tenemos, más cercana al cine, de no contar cómo va una película, todos
se ahorraron sus opiniones y solo me dijeron que fuera a una función. A mí en
verdad siempre me ha gustado que me cuenten las películas antes de verlas,
incluso disfruté viendo “Sexto Sentido”, sabiendo el secreto de que el
personaje de Bruce Willis estaba muerto, que a estas alturas, no es ya ningún
secreto.
Podría
pasar por indelicado y contar todo lo que pasa en la obra, pero el secreto de
“Lulita” no es como el de Bruce Willis en la película. No es algo que sea
susceptible de ser contado, ni está así de cerca, porque apreciarla se
convierte en una experiencia sensorial, en un momento que debe ser vivencial y
no hace ninguna gracia (ni siquiera con las ganas de hacer la maldad) el contar
algo que además va más allá del texto en el que se basa que, eso sí, hace bien
leerlo antes de asistir a una función.
“Lulita”
no es exactamente una puesta en escena, es más preciso decir que es una puesta
en imágenes poéticas a partir de una narración que alienta la imaginación: el
texto que ponen en el aire los actores corre por un lado y las acciones que
ocupan el espacio van en otro sentido, encontrándose en puntos muy bien
logrados que hacen que el momento en que son vistas y escuchadas entre las
gradas por quienes asistimos, causen en nuestra percepción algo muy cercano a
lo apacible, algo así de bello como quien ve dormir un bebé de días.
Ya me perdonarán que escriba de un
modo tan personal sobre la pieza teatral de Fractal Teatro, pero deberán
entenderme en que verla se constituye en una vivencia íntima, en algo que no
fue hecho además para que sea visto por muchos al tiempo, sino por pocos y de
cerca, es una obra para primeras filas, para un círculo pequeño, para dejarse
estar solo con los personajes que relatan sus pensamientos y denotan sus
emociones con pequeñas acciones puntuales.
Los
personajes de Andrés Caicedo son inocentes y trágicos. Inocentes porque siempre
se aferran a una esperanza, por más tonta que sea; y trágicos porque sus días están llenos de
angustias cotidianas que les roban la vida y el sueño. Sus pequeñas hazañas les
cobran el alto precio de sus decisiones y los hacen cargar el lastre del
sufrido amor adolescente: es la incertidumbre del amor con barreras, de visitas
de sofá con padres en el segundo piso, de besos furtivos tras las puertas, de
insalvables diferencias sociales, con la eterna pregunta de qué es en verdad el
amor y si además llegarán a ser dignos de ser amados.
Volviendo a la obra, eso otro que
ocurre en el escenario y que no tiene que ver directamente con el texto, ha
sido una búsqueda de meses y ensayos, de propuestas de actores que quieren
lograr una imagen que complemente más la emoción del momento que la descripción
del texto. Por eso las luces cerradas y puntuales dejan ver lo esencial, el
ambiente oscuro es propicio para elucubraciones adolescentes caicedianas y para
que frutas, cuchillas y canicas engrosen el ritmo de las voces que cuentan sus
intimidades.
Que
la obra no sea literal y que además la representación de las imágenes no sea
predecible es algo que uno como espectador agradece. Por ejemplo: cuando Víctor
narra cómo es chupar el agua del cabello de Lulita, exprime con sus manos un
mango maduro, y para quien ve la escena, todo es claro. Sería muy aburridor ver
al actor chupando pelo o algo redundantemente parecido.
En el texto de Caicedo, todo es un
sueño que acaba cuando la mamá despierta al joven que tiene una terrible
pesadilla: que Lulita lo humilla y no le
abre la puerta. Por eso también hay que agradecer que en la puesta en escena el
despertar no ocurre y eso nos deja siempre en el ambiente onírico del joven,
que a diferencia del cuento, sí tiene nombre y se llama, como dije, Víctor.
El sueño es entonces el lugar en el
que todo pasa y que no tiene otro tiempo que la eternidad, tan parecida a un
domingo de tarde en cualquier ciudad o a la espera ante una puerta que no se
abre, que ella no quiere abrir. Víctor se imagina cosas que debe estar pensando
Lulita y viceversa, pero lo que imaginan los personajes no es cercano a sus deseos. Ahora, hablando del tiempo, la
duración de la obra, cercana a los cuarenta minutos, hace que sus numerosas
imágenes y cuadros consecutivos se hagan disfrutables antes de llegar a ser
sufribles o agotadores.
Es una puesta en escena que
privilegia en sus acciones dramáticas la imagen poética por encima de la
literalidad narrativa de Caicedo, por lo que sin dar concesiones, nos permite una
experiencia teatral agradable y bella, sencilla pero elocuente. Esta obra
demuestra que Fractal Teatro empieza a consolidar una propuesta teatral madura,
con una estética definida y de riesgo poético, que además considera al público,
pero que no lo subestima.
Fractal corrió el riesgo de montar
un relato breve de un autor que ha sido endiosado por sus lectores (con justas
razones, hay que reconocerlo), que además ha sido montado por muchos grupos,
unos de mayor renombre que otros y que lo han convertido en un referente
importante para la literatura y en un incunable del teatro colombiano. El texto
además, ha sido llevado a escena por Fractal contrariando las preferencias de
su difunto director, Carlos Santa (q.e.p.d.), a quien el angelito caleño no le
parecía adecuado para la línea de trabajo del grupo, razón por la que esta obra
ve la luz cuando no se completan dos años de su temprana muerte.
Bastante
se habla de la imagen en el teatro, pero por más que llevemos mucho tiempo en
el ejercicio de buscarlas y ponerlas a la vista del espectador, siento con gran
satisfacción que lo logrado por los actores, el técnico y el director en
“Lulita” es exactamente eso, un claro ejemplo de lo que es poner en imagen un
texto narrativo: solo dos personajes (un hombre y una mujer), un texto breve,
una cantidad limitada de luces con un diseño interesante, pequeños objetos y
rápidos juegos poéticos que no se repiten, que despiertan curiosidad y abren
posibilidades de interpretación.
La
sensación que deja “Lulita” puede ser resumida en un fragmento de “Cartas a un
joven poeta” de Rainer María Rilke, que por azares del destino encontré
posteado por una amiga en Facebook y que sirvió para refrescarme la memoria. La
frase dice: "Describa sus
tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y
dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para
expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños.
Y de todo cuanto vive en el recuerdo." Es así como se logra una obra bella
y simple.
*José Ricardo Alzate.
Productor
y actor también. Director de la Corporación Arca de N.O.E.
Egresado
de Teatro de la Escuela Popular de Artes de Medellín. Comunicador Social -
Periodista de la Universidad de Antioquia. Diplomado en Gestión y Producción
Escénica de la ASAB.
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